La mano salida
I
Ese fin de semana era especial, el lunes jugarían la
final contra los de sexto, así que entrenaría duro esos dos días, “de sol a
sol”, se dijo.
Pese a ser un patio considerablemente grande, típico de
casas provincianas de tierras muy calientes y apartadas, Mariano pasaba
dificultades sobre todo al practicar tiros al arco con pelota quieta. Aunque
tuviera que imaginar el travesaño, dos árboles de mango le asistían bien de
portería y eso le había bastado para hacerse de una merecida fama como buen
cobrador de tiros libres.
Ahí mismo había dado todas las batallas; clasificado al
mundial, anotado infinidad de tiros penal y hasta firmado su pase con el
Deportivo Quinto Grado FC. Desde su corto siempre, Mariano pronto intuyó su
destino futbolístico. Eran unos diez años de pasión e ímpetu con niño jugándole
al azar en cada gol luego de barrer las hojas secas del polvoriento estadio que
le había tocado en suerte. En Las Mercedez casi nunca llovía.
Al verlo en sus alucinados entrenamientos, su madre solía
recordar aquella ceremonia de transición al grado primero. No había sido
posible hacer que Mariano se quitara los zapatos de jugar fútbol. Esa vez, doña
Blanca de Perdomo, doblegada por el asalto de la ternura y por la tristeza de
ver en él la sombra viva de su difunto esposo, acaso cómplice detrás de los
ojitos temblorosos de su hijo, como clamando por piedad, no tuvo más remedio que
dejarle los benditos guayos puestos pese al traje de gala blanco que debía
llevar durante la ceremonia. Esa misma mañana, en un hecho desconocido para ella,
tras bambalinas, Mariano habría de ratificar su pacto de caballeros con el fútbol.
Nuri, su enamorada secreta, al verlo vestido de esa manera, se burló hasta la
saciedad junto a otras niñas. Se sintió carcajeado injustamente. Pero Mariano
solo la miró, incólume y, sintiendo la leve altura de los taches, todo le
pareció entonces ínfimo.
El retumbar de los guayos taconeando la madera encerada del
escenario durante la obra de teatro significó confianza para él. El papel de
leñador que le había tocado en suerte le salió impecable y de ese modo blanca
nieves sobrevivió una vez más. Salió del evento más grande y firme, más seguro.
Tomó a su madre de la mano como era habitual pero esta vez pleno, palma con
palma y no únicamente de uno de sus dedos. Esa vez Mariano la tomó firme, de
veras teniéndose entre sí.
Doña Blanca pensaba que su hijo no era sino el fiel y
vivo retrato de su padre. – Nació con eso-. Solía decir cuando se refería a la
pasión de Marianito por el fútbol. – Se lo heredó al papá que jugó toda la
vida.
Once años atrás, don Gonzalo Perdomo, junto a otros
compañeros de trabajo, había sido acribillado por un grupo de desconocidos ahí
mismo en Las Mercedez, una mañana de lluvia torrencial, rarísima y oscura como
un eclipse de sol. Seres armados, de la nada, sacaron a varias personas de sus
casas a la fuerza para luego fusilarlas en la mitad del diluvio, cuadras arriba
en el altico, en la mitad del barro, justo donde hoy funciona la escuela “El
Porvenir”, adonde va Mariano. Blanca tenía siete meses de embarazo para
entonces y nunca nadie le ofreció explicación alguna de lo ocurrido. Más allá
de lo que siempre se dice, que fue sutanito por ayudar a fulano y por orden de
mengano etc etc; nada, ni una sola palabra al respecto.
Como otras viudas, hubo de resignarse a lidiar con la
pesada carga de sacar adelante su hijo, sola, vendiendo ropa a crédito y
luchando sin parar porque no hay de otra. Con dignidad, sí, pero con la
dignidad de quien ha sido llamado como a una especie de segunda vuelta, como a
una especie de segunda oportunidad sin siquiera haber tenido el chance de tirar
los dados. La bala que hubo de silenciar la vida de su esposo, fue también la
de su hálito y su soplo. Dignidad, sí, pero una dignidad connatural, truequeada,
misericordiosa, de clavel en tumba. Dignidad, sí, la que se halla en el
cementerio de los consuelos inertes, donde el olvido tiene cáncer, donde las
lágrimas huyen de la memoria, donde las siluetas supuran ausencias. Dignidad,
sí, en los umbrales de la obligación por existir porque en la mañana de aquel
sol negro y lluvioso, doña Blanca fue dada a la muerte pero traída de vuelta
con una creatura para amar. Dignidad, sí, aunque casi 11 años después, en su
casa aún se duerma con las luces encendidas porque uno nunca sabe.
II
Ese viernes llegó de la escuela emocionado y ansioso. Le
dijo a doña Blanca, casi sin respirar y medio asfixiado que habían entrado a
las finales y que el partido sería el lunes a primera hora. Estaba rendido pero
no había calambre ni cansancio que valiera y de inmediato llamó a Chacho, su
vecino y compañero de equipo. Vecinos de la vida, ambos huérfanos de padre,
casi de la misma edad, amigos de patio y barrio y mangos dulces en las tardes. Entrenaron
hasta bien entrada la noche.
Venía de los cielos. Un estruendo repentino petrificó sus
sombras abrazadas unos instantes. Como en cámara rápida, a la bóveda celeste le
hervían enormes nubarrones negruzcos, huyendo de sí allá en lo alto, como
entremezclándose para no vernos. Fue un trueno planetario, primitivo y
telúrico; y también una intermitente caída de luz resquebrajando los cielos,
asimétrica y puntiaguda, que la mamá de Mariano pudo seguir desde la ventana de
la cocina durante la eternidad que duró el plato que sostenía al caer y estallar
mudo en el suelo. Las caras inermes de Mariano y Chacho se alumbraron apenas. Los
movimientos celestes y negros transcurrieron acelerados contrastando con la
lentitud de todo acá en la tierra.
Ese aire venía de la maleza seca, del polvo acumulado en
las esquinas y de una bruma caliente. Ese aire venía del suelo fértil del pasto
y de la tundra, del inconfundible olor a madera y tierra seca que suele
preceder a la lluvia pero que se activa aún más al sentirla; ese aire
impregnado de nostalgia en el atardecer cuando ataca sin más la melancolía de
un sol que simplemente se ha ido.
Doña Blanca advirtió que pese a todo, no llovía. Ese
aroma era infalible, tendría que estar lloviendo, pero no. Llovía sin lluvia. No
era posible que en la mitad de semejante negrura, truenos, relámpagos, ases,
pero sobre todo en la mitad de ese olor, no hubiera si quiera un asomo de
lluvia, una gotita.
Mariano y Chacho, luego de haber vuelto en sí, corrieron
despavoridos a buscar refugio en las robustas piernas de doña Blanca. Logró
tranquilizarlos un poco con un pedacito de panela que ambos devoraron sin
calma. Resolvió asomarse por la ventana de la sala para ver cómo reaccionaba la
gente allá afuera.
Para sorpresa suya, o quizás para su tranquilidad, vio
que la sensación de estar bajo esa especie de falsa tormenta eléctrica en tanto
que no había una sola gota de agua, no era ajena a los demás. Perpleja, observó
a las hermanas Lozano tratando de cruzar la calle de enfrente sosteniendo un
paraguas abierto. Y lo mismo don Pepe sólo que con un pedazo de periódico sobre
la cabeza. Del otro lado de la acera, como hacia la esquina de abajo, la señora
Eloisa salió de su casa visiblemente de afán y, mientras corría, daba la
impresión como de estar esquivando charcos imaginarios. En todo caso, doña
Blanca estaba segura que en cualquier momento el cielo se rompería y caería
agua a chorros, era cuestión de esperar. El cielo se arremolinaba sin tregua,
negro.
III
Como suspendido en un entrado atardecer ajeno al tiempo,
el sol irradiaba una luz vaga, pálida y azulosa aquella mañana de sábado en Las
Mercedez. Chacho había tenido pesadillas que se resistió a comentar con Mariano
porque le producían vergüenza y miedo. Se encontraba en una especie de asombro
total por el grado de realidad que habían tenido sus visiones. No narró a nadie
lo vivido. Tuvo una noche de esas que se quedan con uno todo el día, como
filtrándoselo a presión.
Tuvo que recordar todo antes de ponerse en pié, sin
remedio. El techo le sirvió de telón. Había soñado un extraño partido de fútbol
que se jugaba con las extremidades del cuerpo intercambiadas. Los brazos en el
lugar de las piernas y las piernas en el lugar de los brazos, una especie de
‘cuerpoides’ jugando un fútbol infernal. En comparación con el tamaño de un
humano adulto, Chacho soñó estas oníricas bestias mucho más grandes, de sudor
fuerte y gesto adusto. El problema, quiero decir lo que más impresión y pavor
le causó, fue que a juzgar por la apariencia de todos los seres presentes, el
Chacho de ensueño era diferente. Él se había soñado tal y como era en la
vigilia, con sus brazos y piernas en su respectivo lugar, niño y no adulto,
desde luego mucho más frágil debido a la diferencia de tamaño. No obstante,
para la situación del colosal juego, esto suponía una ventaja física en tanto
que era capaz de mucha mayor velocidad y agilidad. Así que podía evadir los
embates de las bestias mientras anotaba una cantidad de goles innombrable. Despertó
manoseado y medio babeado. No supo si ganó o perdió. Húmedo, sediento y mal
oliente. Se dio asco, dibujó entonces. A lápiz, plasmó en cada detalle su
angustia, cada trazo lo decía, rayó negros espesos y gruesos, otros afilados,
agresivos y agudos. Se sintió expuesto, revelado ante sí mismo, sorprendido de
haber sido capaz de concebir semejantes cosas pavorosas. Fue sin duda una
mañana de sábado inaudita pues Chacho jamás había temido por su vida; a los diez
años nadie tiene tiempo para eso. Supo de golpe, entre trazos, quizás cuando le
pulía violentamente los enormes ojos a la bestia del dibujo, que él, sí,
incluso él, podía morir. La certeza inequívoca le venía del miedo puro
proveniente de aquel terrible sueño. A nadie se lo dijo.
El cielo no paraba de entrechocarse. Las nubes se
estrellaban impetuosamente porque no querían ver, como entes mitológicos
cansados de tiempo, ambulantes y fatuos.
Nada de eso sin embargo los detendría en su carrera de
entrenamiento hacia la final.
De tal forma, con un sol asfixiado, Chacho ejerció el rol
de arquero y Mariano el de cobrador. Tuvo cierto problema al afinar su puntería
dada la escases de luz y la falta de buen sueño. La noche anterior, tanto por
razones oníricas como por otras de índole más práctico, había sido dura para
todos en Las Mercedez. El rugido del cielo no había cesado y la sensación de la
lluvia sin agua empezó a hacerse casi aprehensible. De hecho, no era eso
exactamente lo que de alguna manera mantenía tranquila a doña Blanca, sino más
bien el comportamiento a la postre normal de los dos niños. Una y otra vez pateaban
la pelota, gritaban y corrían, como sustraídos del mundo. Plenos de esa suerte
de inmunidad que es concedida en el ejercicio de la pasión y que tiende a
notarse más en esas edades.
Le había parecido una bendición que, preciso ese fin de
semana, Chacho estaría con Mariano debido a que misia Ema, su madre, se lo
había encargado porque estaría fuera.
Esa mañana antes de partir y luego de dejar a Chacho en
casa de los Perdomo, misia Ema tomó de la mano a doña Blanca y la condujo a un
rincón como queriéndole mostrar algo secreto, entre preocupada y ansiosa. Sacó
del bolsillo un dibujo que había hallado en la repisa de Chachito esa mañana
mientras él se duchaba. Era el dibujo de la bestia soñada. La violenta
representación de vaya uno a saber quién sabe qué misterio venido de la noche.
- Es muy extraño,
Blanquita, Chachi no dibuja monstruos ni cosas de esas.
Sintiendo ambas una especie de corazonada, en medio de truenos se despidieron sin más. Le
encomendó celosamente al niño. Doña Blanca respiró hondo, guardó el engendro y
se persignó. Supo, muy en sus adentros, que sin duda ese trozo de papel
representaba algo negativo y que quizás estaba ligado de alguna forma secreta al
extraño fenómeno climático. Sin embargo, nada de eso podía explicarse y su
razón no le permitía ir más allá. Lo olvidaba momentáneamente pensando que no
era más que un disparate traído de los cabellos. Que quizá era simplemente un
asunto de la imaginación de un niño y nada más.
IV
Los relámpagos iban y venían pero a veces, como en medio
de los estruendos regulares, se oían otros ruidos como en ráfagas cortas
muchísimo más agudos y repetitivos, sonaban en secuencias como de a dos en tres
y luego callaban. Al rato sonaban de nuevo, eran más artificiales y secos,
foráneos.
A doña Blanca esos sonidos no la engañaban por más que se
tratase de ruidos en la mitad de otros ruidos. Sabía bien de dónde provenían.
Un frío quemante le recorrió todo el cuerpo, se erizó sólo de pensarlo, miraba
el dibujo fijamente, aquella bestia. Se estremeció de dolor y rabia cuando la
imagen de Gonzalo en la noche aciaga se le atravesó en la mirada. Eran tres. El
monstruo del papel, ella mirándolo y el recuerdo vivo de su difunto esposo. Su Gonzalo
había muerto con los ojos abiertos viéndola embarazada de Mariano, yacido en la
lluvia once años atrás; eso fue lo último que esos ojos vieron y será también, probablemente,
lo último que doña Blanca vea antes de irse.
Esa noche durmieron juntos, Mariano no quiso despegarse
de su mamá aludiendo a que se sentía un poco mal y a Chacho le vino bien la
idea porque pensó que tal vez, en grupo, su ser soñante tendría más pudor.
Amaneció tarde para ellos. Nodriza, doña Blanca
prácticamente no durmió custodiando el sueño de sus niños. El cuerpoide bestial
no acudió al inframundo onírico de Chacho porque había pasado la noche viéndose
de frente con la señora Blanca; ninguno de los dos cedió. No obstante, tanto
Chacho como Mariano, cada uno desde su rol silencioso de ojos cerrados había
hecho lo propio para batallar contra ese ruido gladiador venido del cielo.
Nunca se supo, pues la imaginación es frágil cuando la memoria cede. Eso
explicaba un poco la debilidad que padecían. Sería un día de entrenamiento
corto, quizás pases y jugadas elaboradas para cuando llegara la hora de la
final que sería al otro día. Mariano se imaginaba victorioso alzando un trofeo
más grande que su propia humanidad a eso de las once de la mañana luego de un
aguerrido marcador 2-1 a favor de su
glorioso Deportivo Quinto Grado FC, campeones de la escuela “El porvenir”,
olvidando a Nuri otra vez.
Así las cosas, cada uno a sus labores hasta la hora del
almuerzo. Doña Blanca, verdaderamente exhausta luego del cara a cara con la
bestia de papel toda la noche, decidió tomar una siesta luego de comer, más por
obligación física que por pura y llana voluntad; cayó desplomada en su
mecedora. Chacho y Mariano volvieron al patio con el ánimo de retomar la práctica.
Pero esta vez no fue así. Se trataba de otro cielo. Notaron cómo las enormes
nubes se estaban moviendo mucho más rápido que antes pese a su gigantesco
volumen. Ver a lo alto desde ese patio parcialmente despejado, en ese momento,
les produjo vértigo y les hizo latir más fuerte el corazón. Con los ojos
entrecerrados como afinando la vista, apenas si se sostuvieron en pié. Al ruido
de los cielos se le sumó el de las ramas de los árboles partiéndose y también
el del viento que cada vez tenía más fuerza y violencia.
De repente, como si la tierra tomara impulso, como
succionándose, se produjo un momento relativamente silencioso que se prolongó
unos segundos ante la mirada impávida de Chacho y Mariano.
Acto seguido, el primer estruendo fue como cuando un viejo
tronco de árbol se raja poco a poco hasta partirse y caer, solo que se trataba
del cielo. Ese trueno fue enorme y progresivo, ascendió hasta desembocar en
otro mayor, ésta vez de magnitudes milenarias, titánicas, preolímpicas; el
cielo se había roto. La bóveda celeste se nos había venido encima y Atlas se
había enamorado. Doña Blanca cayó de la mecedora reaccionando en pequeños
espasmos y los niños se arrodillaron con las manos en las orejas. El cielo
había sido tomado por el mar en una antigua batalla, herido de muerte, de ahí
la pesada neblina y de ahí también la cantidad de agua que caía, era el océano
quien llovía a Las Mercedez aquella tarde de domingo. El cielo en el lugar de
los mares y los mares en el lugar de los cielos sólo que ahora Chacho no había
tenido nada que ver. Todos estaban ahí sin embargo y de alguna forma. Era una
tierra que bramaba, con furia tenaz. Una especie de equilibrio cósmico en vilo.
La bestia colosal que Chacho hubiera borrado pero que vivía en un papel. El
agua que extrañamente no había caído desde la noche del viernes había llegado
con creces arrolladora y terrible.
V
Pasados los primeros treinta minutos de chaparrón,
vendaval y diluvio, lo único que le preocupaba a Mariano era que por cuenta del
agua y el mal tiempo cancelaran el partido de fútbol. La sola idea le parecía
inconcebible e injusta pues habían estado preparándose los últimos dos días en
medio de truenos y noches de mal dormir. Sentía unas ganas desesperadas de ir a
mirar cómo había quedado el patio de la escuela, sede de la final.
Una hora después, la lluvia prácticamente había cesado por
completo y los elementos habían retornado a su lugar. Una calma prolongada y
húmeda poco a poco empezó a entrar en casa de los Perdomo. Había que reponerse,
no había tiempo para flaquezas. Los desagües no daban abasto ni en ese patio ni
en el de nadie, el pueblo se hallaba parcialmente inundado y todos hacían lo
posible por mitigar los estragos de la intensa lluvia y del agresivo vendaval.
Peso a todo, a Mariano únicamente le preocupaba la cancelación de su final y, a
esas alturas, ya tenía convencido a Chacho de ir a dar un vistazo a la cancha
de la escuela para ver cómo había quedado, claro, cuando fuera posible escapar
de casa. Sólo quería comprobar que al “Porvenir
Arena” le habían quedado aunque sea los arcos en firme. Nada, en absoluto,
se interpondría entre el Deportivo Quinto Grado FC y la final del otro día. O
por lo menos eso pensaba hasta ese momento.
- Por ahí a las doce
yo creo que está bien. A esa hora se puede.
- Ni loco. A esa hora
todavía hay gente, hermano, cómo se le ocurre.
- A la una entonces ¿O
es que le da miedo?
Chacho se quedó pensativo unos segundos, vio una imagen
fugaz de su partido soñado y terminó accediendo al temerario plan. La suerte
estaba echada. Cuando doña Blanca estuviera profundamente dormida, escaparían
de casa por un momento, saltando la tapia del patio e irían al colegio para
inspeccionar el estado de la cancha. 1am sería la hora cero.
Como autómatas
temerarios, ayudaron en todo lo que pudieron, alienados por el ansia del plan.
Doña Blanca no había tenido tiempo para reflexionar sobre
lo acontecido; la demencial lluvia que finalmente terminó cayendo –y de qué
forma-, el comportamiento de los niños; en fin. Pero hubo algo en lo que sí
meditó un poco, aunque haya sido ya medio dormida: los ruidos artificiales.
Eran los mismos que la habían dejado viuda, no le cabía la más mínima duda. –A
mí no me engañan.
Instintivamente, inexplicablemente, miró hacia el nochero
donde el monstruo de papel, mudo, la esperaba. No cedió al duelo aunque sentía
desfallecer del cansancio. Tomó el papel firme por los extremos y decidió cercenarlo
de un tajo. Ya había estado bueno de batallas y miradas encontradas. Con mucho
esfuerzo, lo rasgó una sola vez por la mitad, le ardieron los dedos. La bestia
se resistía. Creyó ganarle, pero no fue así. Pretendiendo conciliar el sueño,
el engendro la acompañó toda la noche, tenía tiempo de sobra pues ya había
actuado mucho antes. Desde su infinito insomnio, esos ojos malditos la velaron
hasta el amanecer, narcotizándola sin tregua. Ellos tenían tiempo entonces.
1am, hora cero. Mariano pidió a Chacho que lo esperara en
el patio mientras se aseguraba que su madre estuviera bien dormida. Al abrir la
puerta creyó corroborarlo. No dormía, aunque diera la impresión. Estaba siendo
tomada que era distinto aunque mejor para ellos.
Como pudieron, cruzaron el patio y escalaron la tapia que
daba a la calle. Nerviosos, nada habría de detenerlos. Lograron hacerse camino
a través de los escombros, el fango y la falta de luz. Debían caminar unas
cuadras hasta la escuela y asomarse por el muro del patio central de tal forma
que pudieran corroborar el estado de la cancha. Esa era la misión.
Una vez allí, Mariano se encaramó sobre los hombros de
Chacho para obtener una mejor visión hacia el interior del claustro pero la
poca luz que provenía de la linterna pequeña que llevaban no era suficiente. No
se alcanzaban a divisar los arcos y Mariano temió lo peor por un instante.
- ¿Qué hacemos ahora?
No se ve nada.
Ya se habían escapado y por nada del mundo abortarían la
misión. Era como si de común acuerdo, ambos hubiesen resuelto casi negar lo
ocurrido con tal de perseguir la ilusión de la bendita final de “El Porvenir”,
como si aquella fe plural fuera capaz de transformarlo todo en cuestión de
horas.
Resolvieron que tal vez ir al portón principal era una
buena idea. Mariano notó que el enorme cierre no estaba bien cerrado y que
sería fácil abrirlo e incluso entrar a la escuela para comprobar el estado del
campo llegando más cerca de lo planeado.
Chacho se opuso. Insistió que no era necesario, que eso
sería ir muy lejos, que ya era hora de volver.
- Evitémonos problemas,
hermano. Camine pa´la casa.
Mariano no lo podía
entender. Así que obstinado, sentenció:
- Con o sin usted, yo
entro.- Sentenció Mariano y abrió entonces el enorme portón apenas lo justo
como para poder entrar.
A estas alturas, el asunto era ya una cuestión de
principios para Chacho. Jamás se habría perdonado dejar solo a su mejor amigo
en semejante situación. La linterna dejó de funcionar por un lapso de unos
cinco minutos que Chacho no desaprovechó para insistir en dejar todo de ese
tamaño y volver; en vano, claro. Sin más, la linterna volvió en sí, al tiempo
que un relámpago silencioso se dejó ver en el cielo.
- Si ve, Mariano,
ahora lo único que falta es que se desgaje el agua otra vez y ahí sí quedamos
lindos usted y yo. Camine que donde nos cojan nos metemos en la grande.
Estuvo cerca de persuadirlo esta vez, pero a un cruce de
caminos, un Edipo. Acompañó a Mariano obligado sólo por su virtud de la
fraternidad y por la responsabilidad del amor que eso confiere; siendo libre,
claro, aunque presintiendo que algo ocurriría en cualquier momento.
Finalmente, lograron
diferenciar uno de los arcos. Por supuesto, el charco que había y el lodazal
eran notorios pero antes de resignarse a la inminente cancelación, Mariano
decidió ir hasta el otro arco pues con uno solo no hay partido.
Aceleró el paso y le sacó un poco de distancia a Chacho
quien desde su posición de retaguardia sentía el mal presentimiento materializándose
cada vez más, le veía esculpirse. Padecía de una fatiga considerable y le
costaba respirar. Sudaba y le temblaban las piernas. Avanzó casi a pura luz de
adrenalina. Empezó a desfallecer en silencio, aunque no del todo.
Intempestivamente, Chacho oyó un estruendo proveniente de
la delantera de Mariano. Se trató de un grito hondísimo, grave y fuerte. Así
que presuroso, acudió al encuentro de su amigo, por puro instinto y notó que
Mariano estaba en suelo, cerca al arco.
Aterrados y ya juntos, mientras Chacho analizó rápidamente
lo ocurrido, con los ojos inyectados de sangre mezclada con lágrimas, barro y
sudor, el amplio zigzag de la linterna que a duras penas Mariano lograba
sostener, reveló el macabro hallazgo.
Mariano había tropezado con una mano que se dejaba ver en
el lodazal, parada, muerta hacia los cielos. Horrorizado, Chacho abrazó a su
amigo como protegiéndolo y, acaso, sintiendo algo de culpa.
La final no pudo ser.
(…)
A mediados del año 2000 el Frente Sur Andaquíes del
Bloque Central Bolivar de las Autodefensas Unidas de Colombia AUC,
sistemáticamente, torturó, asesinó, desmembró y enterró en la escuela del caserío
Puerto Torres, zona rural del municipio de Belén de los Andaquíes, departamento
del Caquetá, a más de 40 lugareños acusándolos de colaboradores de la
guerrilla. Con base en el más reciente informe publicado por el Centro Nacional
de Memoria Histórica (CNMH) en mayo de 2015, se estima que sólo en este
departamento existen más de 700 fosas de las cuales muchas aún no han sido
encontradas. Varios de los cabecillas hoy desmovilizados han confesado estos
crímenes y están ad portas de recobrar su libertad. Dicen que seguirán
cooperando con la justicia.