jueves, 9 de febrero de 2017



 A propósito de Charly García y su nueva obra

Photo Credit: Maximiliano Vernazza
Su primera máquina hizo pájaros, ésta no hace nada, ésta, simplemente, es La máquina de ser feliz
No hay que buscar explicaciones, a Charly se le encuentra en la filigrana de los sentidos; su generosidad es ilimitada y honesta, una vez más. Cuando el acto ha sido genuino, el desarreglo de los sentidos deviene en calma, necesariamente. Pero de ahí al hecho de dejar un testimonio -digo otro más, en este caso- en el entendido de tomar cada canción como eso, sí me parece de una generosidad inaudita ¿Por qué? ¡Porque lleva haciéndolo desde el 71!
Charly ha anidado en la cumbre de todos estos años, sin importar cuán vertiginosos hayan sido. A nada de eso le tuvo cuidado, a nada. Rockstar y poeta, siempre volvió con una melodía en el piano y un silencio esculpido y roto. Que incluso después del después, que después ya de tanto, venga, sin más reparo y nos diga que ya hemos pedido perdón y que él ha hecho la máquina de ser feliz no es más que un acto de amor.
Gracias, flaco.
Say No More

martes, 3 de enero de 2017

Cuento - La mano salida


La mano salida

I

Ese fin de semana era especial, el lunes jugarían la final contra los de sexto, así que entrenaría duro esos dos días, “de sol a sol”, se dijo.
Pese a ser un patio considerablemente grande, típico de casas provincianas de tierras muy calientes y apartadas, Mariano pasaba dificultades sobre todo al practicar tiros al arco con pelota quieta. Aunque tuviera que imaginar el travesaño, dos árboles de mango le asistían bien de portería y eso le había bastado para hacerse de una merecida fama como buen cobrador de tiros libres. 
Ahí mismo había dado todas las batallas; clasificado al mundial, anotado infinidad de tiros penal y hasta firmado su pase con el Deportivo Quinto Grado FC. Desde su corto siempre, Mariano pronto intuyó su destino futbolístico. Eran unos diez años de pasión e ímpetu con niño jugándole al azar en cada gol luego de barrer las hojas secas del polvoriento estadio que le había tocado en suerte. En Las Mercedez casi nunca llovía.
Al verlo en sus alucinados entrenamientos, su madre solía recordar aquella ceremonia de transición al grado primero. No había sido posible hacer que Mariano se quitara los zapatos de jugar fútbol. Esa vez, doña Blanca de Perdomo, doblegada por el asalto de la ternura y por la tristeza de ver en él la sombra viva de su difunto esposo, acaso cómplice detrás de los ojitos temblorosos de su hijo, como clamando por piedad, no tuvo más remedio que dejarle los benditos guayos puestos pese al traje de gala blanco que debía llevar durante la ceremonia. Esa misma mañana, en un hecho desconocido para ella, tras bambalinas, Mariano habría de ratificar su pacto de caballeros con el fútbol. Nuri, su enamorada secreta, al verlo vestido de esa manera, se burló hasta la saciedad junto a otras niñas. Se sintió carcajeado injustamente. Pero Mariano solo la miró, incólume y, sintiendo la leve altura de los taches, todo le pareció entonces ínfimo.  
El retumbar de los guayos taconeando la madera encerada del escenario durante la obra de teatro significó confianza para él. El papel de leñador que le había tocado en suerte le salió impecable y de ese modo blanca nieves sobrevivió una vez más. Salió del evento más grande y firme, más seguro. Tomó a su madre de la mano como era habitual pero esta vez pleno, palma con palma y no únicamente de uno de sus dedos. Esa vez Mariano la tomó firme, de veras teniéndose entre sí.
Doña Blanca pensaba que su hijo no era sino el fiel y vivo retrato de su padre. – Nació con eso-. Solía decir cuando se refería a la pasión de Marianito por el fútbol. – Se lo heredó al papá que jugó toda la vida.
Once años atrás, don Gonzalo Perdomo, junto a otros compañeros de trabajo, había sido acribillado por un grupo de desconocidos ahí mismo en Las Mercedez, una mañana de lluvia torrencial, rarísima y oscura como un eclipse de sol. Seres armados, de la nada, sacaron a varias personas de sus casas a la fuerza para luego fusilarlas en la mitad del diluvio, cuadras arriba en el altico, en la mitad del barro, justo donde hoy funciona la escuela “El Porvenir”, adonde va Mariano. Blanca tenía siete meses de embarazo para entonces y nunca nadie le ofreció explicación alguna de lo ocurrido. Más allá de lo que siempre se dice, que fue sutanito por ayudar a fulano y por orden de mengano etc etc; nada, ni una sola palabra al respecto.
Como otras viudas, hubo de resignarse a lidiar con la pesada carga de sacar adelante su hijo, sola, vendiendo ropa a crédito y luchando sin parar porque no hay de otra. Con dignidad, sí, pero con la dignidad de quien ha sido llamado como a una especie de segunda vuelta, como a una especie de segunda oportunidad sin siquiera haber tenido el chance de tirar los dados. La bala que hubo de silenciar la vida de su esposo, fue también la de su hálito y su soplo. Dignidad, sí, pero una dignidad connatural, truequeada, misericordiosa, de clavel en tumba. Dignidad, sí, la que se halla en el cementerio de los consuelos inertes, donde el olvido tiene cáncer, donde las lágrimas huyen de la memoria, donde las siluetas supuran ausencias. Dignidad, sí, en los umbrales de la obligación por existir porque en la mañana de aquel sol negro y lluvioso, doña Blanca fue dada a la muerte pero traída de vuelta con una creatura para amar. Dignidad, sí, aunque casi 11 años después, en su casa aún se duerma con las luces encendidas porque uno nunca sabe.

II

Ese viernes llegó de la escuela emocionado y ansioso. Le dijo a doña Blanca, casi sin respirar y medio asfixiado que habían entrado a las finales y que el partido sería el lunes a primera hora. Estaba rendido pero no había calambre ni cansancio que valiera y de inmediato llamó a Chacho, su vecino y compañero de equipo. Vecinos de la vida, ambos huérfanos de padre, casi de la misma edad, amigos de patio y barrio y mangos dulces en las tardes. Entrenaron hasta bien entrada la noche.
Venía de los cielos. Un estruendo repentino petrificó sus sombras abrazadas unos instantes. Como en cámara rápida, a la bóveda celeste le hervían enormes nubarrones negruzcos, huyendo de sí allá en lo alto, como entremezclándose para no vernos. Fue un trueno planetario, primitivo y telúrico; y también una intermitente caída de luz resquebrajando los cielos, asimétrica y puntiaguda, que la mamá de Mariano pudo seguir desde la ventana de la cocina durante la eternidad que duró el plato que sostenía al caer y estallar mudo en el suelo. Las caras inermes de Mariano y Chacho se alumbraron apenas. Los movimientos celestes y negros transcurrieron acelerados contrastando con la lentitud de todo acá en la tierra.
Ese aire venía de la maleza seca, del polvo acumulado en las esquinas y de una bruma caliente. Ese aire venía del suelo fértil del pasto y de la tundra, del inconfundible olor a madera y tierra seca que suele preceder a la lluvia pero que se activa aún más al sentirla; ese aire impregnado de nostalgia en el atardecer cuando ataca sin más la melancolía de un sol que simplemente se ha ido.
Doña Blanca advirtió que pese a todo, no llovía. Ese aroma era infalible, tendría que estar lloviendo, pero no. Llovía sin lluvia. No era posible que en la mitad de semejante negrura, truenos, relámpagos, ases, pero sobre todo en la mitad de ese olor, no hubiera si quiera un asomo de lluvia, una gotita. 
Mariano y Chacho, luego de haber vuelto en sí, corrieron despavoridos a buscar refugio en las robustas piernas de doña Blanca. Logró tranquilizarlos un poco con un pedacito de panela que ambos devoraron sin calma. Resolvió asomarse por la ventana de la sala para ver cómo reaccionaba la gente allá afuera.
Para sorpresa suya, o quizás para su tranquilidad, vio que la sensación de estar bajo esa especie de falsa tormenta eléctrica en tanto que no había una sola gota de agua, no era ajena a los demás. Perpleja, observó a las hermanas Lozano tratando de cruzar la calle de enfrente sosteniendo un paraguas abierto. Y lo mismo don Pepe sólo que con un pedazo de periódico sobre la cabeza. Del otro lado de la acera, como hacia la esquina de abajo, la señora Eloisa salió de su casa visiblemente de afán y, mientras corría, daba la impresión como de estar esquivando charcos imaginarios. En todo caso, doña Blanca estaba segura que en cualquier momento el cielo se rompería y caería agua a chorros, era cuestión de esperar. El cielo se arremolinaba sin tregua, negro.

III

Como suspendido en un entrado atardecer ajeno al tiempo, el sol irradiaba una luz vaga, pálida y azulosa aquella mañana de sábado en Las Mercedez. Chacho había tenido pesadillas que se resistió a comentar con Mariano porque le producían vergüenza y miedo. Se encontraba en una especie de asombro total por el grado de realidad que habían tenido sus visiones. No narró a nadie lo vivido. Tuvo una noche de esas que se quedan con uno todo el día, como filtrándoselo a presión.
Tuvo que recordar todo antes de ponerse en pié, sin remedio. El techo le sirvió de telón. Había soñado un extraño partido de fútbol que se jugaba con las extremidades del cuerpo intercambiadas. Los brazos en el lugar de las piernas y las piernas en el lugar de los brazos, una especie de ‘cuerpoides’ jugando un fútbol infernal. En comparación con el tamaño de un humano adulto, Chacho soñó estas oníricas bestias mucho más grandes, de sudor fuerte y gesto adusto. El problema, quiero decir lo que más impresión y pavor le causó, fue que a juzgar por la apariencia de todos los seres presentes, el Chacho de ensueño era diferente. Él se había soñado tal y como era en la vigilia, con sus brazos y piernas en su respectivo lugar, niño y no adulto, desde luego mucho más frágil debido a la diferencia de tamaño. No obstante, para la situación del colosal juego, esto suponía una ventaja física en tanto que era capaz de mucha mayor velocidad y agilidad. Así que podía evadir los embates de las bestias mientras anotaba una cantidad de goles innombrable. Despertó manoseado y medio babeado. No supo si ganó o perdió. Húmedo, sediento y mal oliente. Se dio asco, dibujó entonces. A lápiz, plasmó en cada detalle su angustia, cada trazo lo decía, rayó negros espesos y gruesos, otros afilados, agresivos y agudos. Se sintió expuesto, revelado ante sí mismo, sorprendido de haber sido capaz de concebir semejantes cosas pavorosas. Fue sin duda una mañana de sábado inaudita pues Chacho jamás había temido por su vida; a los diez años nadie tiene tiempo para eso. Supo de golpe, entre trazos, quizás cuando le pulía violentamente los enormes ojos a la bestia del dibujo, que él, sí, incluso él, podía morir. La certeza inequívoca le venía del miedo puro proveniente de aquel terrible sueño. A nadie se lo dijo.
El cielo no paraba de entrechocarse. Las nubes se estrellaban impetuosamente porque no querían ver, como entes mitológicos cansados de tiempo, ambulantes y fatuos.
Nada de eso sin embargo los detendría en su carrera de entrenamiento hacia la final.
De tal forma, con un sol asfixiado, Chacho ejerció el rol de arquero y Mariano el de cobrador. Tuvo cierto problema al afinar su puntería dada la escases de luz y la falta de buen sueño. La noche anterior, tanto por razones oníricas como por otras de índole más práctico, había sido dura para todos en Las Mercedez. El rugido del cielo no había cesado y la sensación de la lluvia sin agua empezó a hacerse casi aprehensible. De hecho, no era eso exactamente lo que de alguna manera mantenía tranquila a doña Blanca, sino más bien el comportamiento a la postre normal de los dos niños. Una y otra vez pateaban la pelota, gritaban y corrían, como sustraídos del mundo. Plenos de esa suerte de inmunidad que es concedida en el ejercicio de la pasión y que tiende a notarse más en esas edades.
Le había parecido una bendición que, preciso ese fin de semana, Chacho estaría con Mariano debido a que misia Ema, su madre, se lo había encargado porque estaría fuera.
Esa mañana antes de partir y luego de dejar a Chacho en casa de los Perdomo, misia Ema tomó de la mano a doña Blanca y la condujo a un rincón como queriéndole mostrar algo secreto, entre preocupada y ansiosa. Sacó del bolsillo un dibujo que había hallado en la repisa de Chachito esa mañana mientras él se duchaba. Era el dibujo de la bestia soñada. La violenta representación de vaya uno a saber quién sabe qué misterio venido de la noche.
- Es muy extraño, Blanquita, Chachi no dibuja monstruos ni cosas de esas.
Sintiendo ambas una especie de corazonada,  en medio de truenos se despidieron sin más. Le encomendó celosamente al niño. Doña Blanca respiró hondo, guardó el engendro y se persignó. Supo, muy en sus adentros, que sin duda ese trozo de papel representaba algo negativo y que quizás estaba ligado de alguna forma secreta al extraño fenómeno climático. Sin embargo, nada de eso podía explicarse y su razón no le permitía ir más allá. Lo olvidaba momentáneamente pensando que no era más que un disparate traído de los cabellos. Que quizá era simplemente un asunto de la imaginación de un niño y nada más.

IV

Los relámpagos iban y venían pero a veces, como en medio de los estruendos regulares, se oían otros ruidos como en ráfagas cortas muchísimo más agudos y repetitivos, sonaban en secuencias como de a dos en tres y luego callaban. Al rato sonaban de nuevo, eran más artificiales y secos, foráneos.
A doña Blanca esos sonidos no la engañaban por más que se tratase de ruidos en la mitad de otros ruidos. Sabía bien de dónde provenían. Un frío quemante le recorrió todo el cuerpo, se erizó sólo de pensarlo, miraba el dibujo fijamente, aquella bestia. Se estremeció de dolor y rabia cuando la imagen de Gonzalo en la noche aciaga se le atravesó en la mirada. Eran tres. El monstruo del papel, ella mirándolo y el recuerdo vivo de su difunto esposo. Su Gonzalo había muerto con los ojos abiertos viéndola embarazada de Mariano, yacido en la lluvia once años atrás; eso fue lo último que esos ojos vieron y será también, probablemente, lo último que doña Blanca vea antes de irse.
Esa noche durmieron juntos, Mariano no quiso despegarse de su mamá aludiendo a que se sentía un poco mal y a Chacho le vino bien la idea porque pensó que tal vez, en grupo, su ser soñante tendría más pudor.
Amaneció tarde para ellos. Nodriza, doña Blanca prácticamente no durmió custodiando el sueño de sus niños. El cuerpoide bestial no acudió al inframundo onírico de Chacho porque había pasado la noche viéndose de frente con la señora Blanca; ninguno de los dos cedió. No obstante, tanto Chacho como Mariano, cada uno desde su rol silencioso de ojos cerrados había hecho lo propio para batallar contra ese ruido gladiador venido del cielo. Nunca se supo, pues la imaginación es frágil cuando la memoria cede. Eso explicaba un poco la debilidad que padecían. Sería un día de entrenamiento corto, quizás pases y jugadas elaboradas para cuando llegara la hora de la final que sería al otro día. Mariano se imaginaba victorioso alzando un trofeo más grande que su propia humanidad a eso de las once de la mañana luego de un aguerrido marcador 2-1 a favor de su  glorioso Deportivo Quinto Grado FC, campeones de la escuela “El porvenir”, olvidando a Nuri otra vez.
Así las cosas, cada uno a sus labores hasta la hora del almuerzo. Doña Blanca, verdaderamente exhausta luego del cara a cara con la bestia de papel toda la noche, decidió tomar una siesta luego de comer, más por obligación física que por pura y llana voluntad; cayó desplomada en su mecedora. Chacho y Mariano volvieron al patio con el ánimo de retomar la práctica. Pero esta vez no fue así. Se trataba de otro cielo. Notaron cómo las enormes nubes se estaban moviendo mucho más rápido que antes pese a su gigantesco volumen. Ver a lo alto desde ese patio parcialmente despejado, en ese momento, les produjo vértigo y les hizo latir más fuerte el corazón. Con los ojos entrecerrados como afinando la vista, apenas si se sostuvieron en pié. Al ruido de los cielos se le sumó el de las ramas de los árboles partiéndose y también el del viento que cada vez tenía más fuerza y violencia.
De repente, como si la tierra tomara impulso, como succionándose, se produjo un momento relativamente silencioso que se prolongó unos segundos ante la mirada impávida de Chacho y Mariano.
Acto seguido, el primer estruendo fue como cuando un viejo tronco de árbol se raja poco a poco hasta partirse y caer, solo que se trataba del cielo. Ese trueno fue enorme y progresivo, ascendió hasta desembocar en otro mayor, ésta vez de magnitudes milenarias, titánicas, preolímpicas; el cielo se había roto. La bóveda celeste se nos había venido encima y Atlas se había enamorado. Doña Blanca cayó de la mecedora reaccionando en pequeños espasmos y los niños se arrodillaron con las manos en las orejas. El cielo había sido tomado por el mar en una antigua batalla, herido de muerte, de ahí la pesada neblina y de ahí también la cantidad de agua que caía, era el océano quien llovía a Las Mercedez aquella tarde de domingo. El cielo en el lugar de los mares y los mares en el lugar de los cielos sólo que ahora Chacho no había tenido nada que ver. Todos estaban ahí sin embargo y de alguna forma. Era una tierra que bramaba, con furia tenaz. Una especie de equilibrio cósmico en vilo. La bestia colosal que Chacho hubiera borrado pero que vivía en un papel. El agua que extrañamente no había caído desde la noche del viernes había llegado con creces arrolladora y terrible.

V

Pasados los primeros treinta minutos de chaparrón, vendaval y diluvio, lo único que le preocupaba a Mariano era que por cuenta del agua y el mal tiempo cancelaran el partido de fútbol. La sola idea le parecía inconcebible e injusta pues habían estado preparándose los últimos dos días en medio de truenos y noches de mal dormir. Sentía unas ganas desesperadas de ir a mirar cómo había quedado el patio de la escuela, sede de la final.
Una hora después, la lluvia prácticamente había cesado por completo y los elementos habían retornado a su lugar. Una calma prolongada y húmeda poco a poco empezó a entrar en casa de los Perdomo. Había que reponerse, no había tiempo para flaquezas. Los desagües no daban abasto ni en ese patio ni en el de nadie, el pueblo se hallaba parcialmente inundado y todos hacían lo posible por mitigar los estragos de la intensa lluvia y del agresivo vendaval. Peso a todo, a Mariano únicamente le preocupaba la cancelación de su final y, a esas alturas, ya tenía convencido a Chacho de ir a dar un vistazo a la cancha de la escuela para ver cómo había quedado, claro, cuando fuera posible escapar de casa. Sólo quería comprobar que al “Porvenir Arena” le habían quedado aunque sea los arcos en firme. Nada, en absoluto, se interpondría entre el Deportivo Quinto Grado FC y la final del otro día. O por lo menos eso pensaba hasta ese momento.  
- Por ahí a las doce yo creo que está bien. A esa hora se puede.
- Ni loco. A esa hora todavía hay gente, hermano, cómo se le ocurre.
- A la una entonces ¿O es que le da miedo?
Chacho se quedó pensativo unos segundos, vio una imagen fugaz de su partido soñado y terminó accediendo al temerario plan. La suerte estaba echada. Cuando doña Blanca estuviera profundamente dormida, escaparían de casa por un momento, saltando la tapia del patio e irían al colegio para inspeccionar el estado de la cancha. 1am sería la hora cero.
Como autómatas temerarios, ayudaron en todo lo que pudieron, alienados por el ansia del plan.
Doña Blanca no había tenido tiempo para reflexionar sobre lo acontecido; la demencial lluvia que finalmente terminó cayendo –y de qué forma-, el comportamiento de los niños; en fin. Pero hubo algo en lo que sí meditó un poco, aunque haya sido ya medio dormida: los ruidos artificiales. Eran los mismos que la habían dejado viuda, no le cabía la más mínima duda. –A mí no me engañan.
Instintivamente, inexplicablemente, miró hacia el nochero donde el monstruo de papel, mudo, la esperaba. No cedió al duelo aunque sentía desfallecer del cansancio. Tomó el papel firme por los extremos y decidió cercenarlo de un tajo. Ya había estado bueno de batallas y miradas encontradas. Con mucho esfuerzo, lo rasgó una sola vez por la mitad, le ardieron los dedos. La bestia se resistía. Creyó ganarle, pero no fue así. Pretendiendo conciliar el sueño, el engendro la acompañó toda la noche, tenía tiempo de sobra pues ya había actuado mucho antes. Desde su infinito insomnio, esos ojos malditos la velaron hasta el amanecer, narcotizándola sin tregua. Ellos tenían tiempo entonces.         
1am, hora cero. Mariano pidió a Chacho que lo esperara en el patio mientras se aseguraba que su madre estuviera bien dormida. Al abrir la puerta creyó corroborarlo. No dormía, aunque diera la impresión. Estaba siendo tomada que era distinto aunque mejor para ellos.
Como pudieron, cruzaron el patio y escalaron la tapia que daba a la calle. Nerviosos, nada habría de detenerlos. Lograron hacerse camino a través de los escombros, el fango y la falta de luz. Debían caminar unas cuadras hasta la escuela y asomarse por el muro del patio central de tal forma que pudieran corroborar el estado de la cancha. Esa era la misión.
Una vez allí, Mariano se encaramó sobre los hombros de Chacho para obtener una mejor visión hacia el interior del claustro pero la poca luz que provenía de la linterna pequeña que llevaban no era suficiente. No se alcanzaban a divisar los arcos y Mariano temió lo peor por un instante.
- ¿Qué hacemos ahora? No se ve nada.
Ya se habían escapado y por nada del mundo abortarían la misión. Era como si de común acuerdo, ambos hubiesen resuelto casi negar lo ocurrido con tal de perseguir la ilusión de la bendita final de “El Porvenir”, como si aquella fe plural fuera capaz de transformarlo todo en cuestión de horas.
Resolvieron que tal vez ir al portón principal era una buena idea. Mariano notó que el enorme cierre no estaba bien cerrado y que sería fácil abrirlo e incluso entrar a la escuela para comprobar el estado del campo llegando más cerca de lo planeado.
Chacho se opuso. Insistió que no era necesario, que eso sería ir muy lejos, que ya era hora de volver.
- Evitémonos problemas, hermano. Camine pa´la casa.
Mariano no lo podía entender. Así que obstinado, sentenció:
- Con o sin usted, yo entro.- Sentenció Mariano y abrió entonces el enorme portón apenas lo justo como para poder entrar.
A estas alturas, el asunto era ya una cuestión de principios para Chacho. Jamás se habría perdonado dejar solo a su mejor amigo en semejante situación. La linterna dejó de funcionar por un lapso de unos cinco minutos que Chacho no desaprovechó para insistir en dejar todo de ese tamaño y volver; en vano, claro. Sin más, la linterna volvió en sí, al tiempo que un relámpago silencioso se dejó ver en el cielo.
- Si ve, Mariano, ahora lo único que falta es que se desgaje el agua otra vez y ahí sí quedamos lindos usted y yo. Camine que donde nos cojan nos metemos en la grande.
Estuvo cerca de persuadirlo esta vez, pero a un cruce de caminos, un Edipo. Acompañó a Mariano obligado sólo por su virtud de la fraternidad y por la responsabilidad del amor que eso confiere; siendo libre, claro, aunque presintiendo que algo ocurriría en cualquier momento.  
Finalmente, lograron diferenciar uno de los arcos. Por supuesto, el charco que había y el lodazal eran notorios pero antes de resignarse a la inminente cancelación, Mariano decidió ir hasta el otro arco pues con uno solo no hay partido.
Aceleró el paso y le sacó un poco de distancia a Chacho quien desde su posición de retaguardia sentía el mal presentimiento materializándose cada vez más, le veía esculpirse. Padecía de una fatiga considerable y le costaba respirar. Sudaba y le temblaban las piernas. Avanzó casi a pura luz de adrenalina. Empezó a desfallecer en silencio, aunque no del todo.
Intempestivamente, Chacho oyó un estruendo proveniente de la delantera de Mariano. Se trató de un grito hondísimo, grave y fuerte. Así que presuroso, acudió al encuentro de su amigo, por puro instinto y notó que Mariano estaba en suelo, cerca al arco.
Aterrados y ya juntos, mientras Chacho analizó rápidamente lo ocurrido, con los ojos inyectados de sangre mezclada con lágrimas, barro y sudor, el amplio zigzag de la linterna que a duras penas Mariano lograba sostener, reveló el macabro hallazgo.  
Mariano había tropezado con una mano que se dejaba ver en el lodazal, parada, muerta hacia los cielos. Horrorizado, Chacho abrazó a su amigo como protegiéndolo y, acaso, sintiendo algo de culpa.
La final no pudo ser.

(…)
A mediados del año 2000 el Frente Sur Andaquíes del Bloque Central Bolivar de las Autodefensas Unidas de Colombia AUC, sistemáticamente, torturó, asesinó, desmembró y enterró en la escuela del caserío Puerto Torres, zona rural del municipio de Belén de los Andaquíes, departamento del Caquetá, a más de 40 lugareños acusándolos de colaboradores de la guerrilla. Con base en el más reciente informe publicado por el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) en mayo de 2015, se estima que sólo en este departamento existen más de 700 fosas de las cuales muchas aún no han sido encontradas. Varios de los cabecillas hoy desmovilizados han confesado estos crímenes y están ad portas de recobrar su libertad. Dicen que seguirán cooperando con la justicia.