viernes, 24 de julio de 2009

Cuento - "(MUTE) y dos ángeles"


(MUTE) y dos ángeles

I
Julio, 2000

- Estos están lindos.
- Acuérdese que los tenis para la colegio deben ser blancos, nada de rayitas grises ni azules…
- Y qué tal estos…
Martina y yo solíamos trivializarlo todo. Esta falda o la otra, la abuelita Tere o el abuelo Roberto; bolas de fresa o vainilla. Éramos el remedo casi perfecto de la otra, el corazón que la vida había repartido en dos cuerpos diferentes probablemente por un irresponsable descuido de la divinidad. De acuerdo a la doctrina platónica sobre el amor, según la cual todo ser fue en principio hermafrodita pero separado en dos en la posteridad por razones nunca explicadas, el amor no es más que la acción de buscar a aquella mitad perdida de nosotros mismos. In extenso, la alusión podría ser menos excesiva, de hecho.
Pues bien, desde siempre mi hermana y yo habíamos nacido encontradas. Nos habían puesto en el mismo techo, en el mismo presente y bajo la égida de la misma familia. Éramos, la rara especie de ser con dos cuerpos lejanos pero nacidos casi en el mismo instante del mismo día. Leí por ahí que la sensación de ser uno solo no es una cosa del todo anormal entre hermanos gemelos o mellizos. Era el vínculo que nos unía. Un amor obvio y silencioso, consabido, alojado secretamente en la mitad de dos hermanas de 10 años.
Papá era el responsable de todo cuanto ocurría materialmente en nuestras vidas, incluida la de mamá, sólo que ella era además una pieza fundamental del juego. Martina y yo nada más teníamos que vivir esa realidad que ellos con tanto empeño hacían para nosotras.
Vivíamos en un barrio popular del sur de Bogotá, de clase baja y de diversas gentes. Nos la pasábamos peinando muñecas, jugando con escobas y traperos, cocinándole a papá junto a mi madre, molestándonos y viéndonos cantar. Nuestro momento favorito era sin duda su llegada, a eso de las 7 de la noche, después de las puestas de sol a las 5:15 de todas las tardes, melancólicamente, sobre los rosales y pompones en las orillas de asfalto. Pero era una tristeza genuina, gratuita, que no da por algo en especial, que se produce al observar los hexágonos de sol, y que invita a dormir.
Cuando la chapa giraba, el sonido se propagaba por toda la casa, lo oíamos desde cualquier rincón, desde donde estuviéramos y en medio de la gritería que fuera. Él hacía triunfal su entrada y, dos ángeles, que sumados en años daban 20, lo llevábamos en alas hasta el borde de su cama. Suspiraba hondamente, agotado, se dejaba caer cerrando los ojos hasta el llamado a comer.
Pero ese día, pero un día, de acuerdo a alguna insondable necesidad, quizá la misma que llevó a que Martina y yo fuéramos dos cuerpos y no uno, quise quitarle los zapatos para que se sintiera más cómodo.
Fue sólo eso, nada más. Pero vaya precedente lo que significó haberlo hecho. Pese a que pueda sonar a exageración, haber notado el deplorable estado en que se encontraban los zapatos de mi papá fue realmente triste para nosotras. Ese momento fue como quitarle una parte al disfraz con el que nuestros padres bien vestían a la vida para las dos.
Mirando fijamente sus pies sentía que me quemaban, que debajo de la piel la sangre hervía. No sólo eran pequeños para el tamaño de su pie, evidentemente, sino también estaban rotos por debajo, casi sin suela. Recuerdo haber dormido poco esa noche debido a la conversación que sin querer oímos entrada ya la madrugada.
- Esto se está poniendo cada vez peor. Si no es por Carlos no les hubiéramos podido comprar tenis a las niñas.
- Mañana llamo a su hermano para darle las gracias.
- No sé qué vamos a hacer, Consuelo, pero es que ya no puedo más. Lo poquito que gano no alcanza para nada. De nada sirve que me venga a pie dos y tres veces por semana para poder comprar una bolsa de leche; de nada sirve que… (MUTE)
No fue necesario escuchar más, Martina estrechó mi mano debajo de las cobijas. Habrán seguido discutiendo hasta el amanecer, seguro, pero nosotras silenciamos el mundo. Imagino sus bocas moviéndose, hablando sin voz en la mitad de la noche. Yo en la oscuridad pescando lágrimas en la cara de Martina.
Lo de las caminadas de papá fue la pelotita de nieve que yo hice deslizar hasta el pensamiento de mi hermana que ella hizo deslizar hasta mi pensamiento que yo hice deslizar hasta el pensamiento de ella…, hasta que el tamaño adquirido por el movimiento llegó a la inmovilidad, y a una nostalgia saturada. Martina vio los charcos y yo las piedras, ella vio el asfalto derretirse como lava hirviendo y yo a papá caminando desesperado por ahí “dos y tres veces por semana” soñando, esquivando carros, amándonos.
Esos días fueron difíciles para nosotras. La realidad nos salía al paso despiadada, sin guardarse nada. Empezamos a palpar los terribles detalles: mamá no se quejaba de dolores en las manos sólo porque fuera alérgica al frío, sino además porque éste, sumado al jabón para la ropa, se las iban lacerando día a día debido a que era lo que hacía para ganar algo. Era mentira el asunto de que las niñas como nosotras –queriéndonos decir que éramos bellas más allá de lo normal, y quizá sí- sólo comían carne una vez a la semana. La maldita verdad es que no alcazaba para más. Era falso que nosotras aún siguiéramos llevando onces en vez de dinero, como la mayoría de niños de nuestra edad, sólo por un capricho que, amorosas, creíamos complacerle a mamá; la verdad es que todo eso se lo ‘fiaban’ a papá en la tienda de la esquina más por misericordia que por negocio. Y así todo, la desaparición del televisor nunca fue un robo sino un empeño que mis padres se vieron obligados a hacer; la estufa y el anillo; en fin. Todos los velos se fueron cayendo uno a uno hasta llegar casi a la miseria. Quién sabe cuánto tiempo habríamos pasado más en esas amorosas fabulaciones que mis padres nos hacían pasar por vida. Cuánto tiempo llevaba todo esto; cuántas tardes sumaban ya las caminatas de mi padre, cuánto amor y cuánta pena. Y cuánta maldita realidad e injusticia el día que mi padre perdió su empleo y por primera vez lo vi llorar… (MUTE)
Es síndrome de letras mal-paridas hablar de una sensación en vez de hacer que esta se produzca. Sin embargo, quizá la palabra dolor funcione como la palabra melancolía; es decir, como seres de silencio que son poemas en sí mismos. No es posible tamaño dolor para dos corazones tan pequeños, pero así fue. Ver a mi padre en esas condiciones, casi desecho, llorando sobre su Consuelo y sobre sus ruinas de cristal hizo que yo diera a luz una promesa para siempre: le juré por dios a Martina que mientras yo estuviera viva, a ella jamás le haría falta nada, ni comida ni ropa ni nada. Fue la forma de glorificar la batalla perdida de mi padre, de llevar su causa al cielo; y fue también el día que crecí. 


II
Agosto, siete años después

Sucedió en Villavicencio en la mitad de un largo verano la fatídica noche donde todo puede ocurrir y ocurre. En tierras calientes, donde las altas temperaturas hacen que todo parezca húmedo, mojado sol, luna rojiza, sudor y piernas sin abrigo. Eran cinco amigos entrañables, graduados hace meses de la escuela de aviación local celebrando la última noche que Sebas pasaría como soltero. El plan había sido claro para todos desde el día que reveló su decisión de casarse con Pili. Era sencillo. Alquilarían un apartamento sólo por esa noche, beberían hasta morir y lo más importante, cada uno de ellos, incluido Sebas, tenía que llevar una mujer dispuesta a todo, bellísima, paga de antemano y advertida. No era problema, esa tierra era caliente.
El apartamento quedaba en un quinto piso cerca al sol, tenía jacuzzi, una piscina pequeña y un bar lleno. Luces graduables, aire acondicionado, amplios sofás de color blanco, tres alcobas y cojines triangulares. El primero que llegó, Gabo, trajo consigo una mujer negra, de ojos pequeños y de sonrisa honda. De curvas altas poco transitables. Después llegó Migue con una rubia típicamente hermosa, un poco seria pero amena. El siguiente fue Juan Pa; vaya mujer. Era divina incluso hasta más allá de sí misma, por eso no lucía bien arreglada ni usaba maquillaje ni peinado en especial, no necesitaba; tenía el pelo castaño.
El orden de llegada tuvo intervalos largos e irregulares, de ahí que nuestras dos primeras damas hayan logrado intimar mucho más rápido, y que para cuando llegara la siguiente parecieran amigas de verdad. Pero esa noche no sólo todo podía ocurrir sino además tenía. Esa tierra era caliente.
La bellísima mujer traída por Juan Pa que, en otra ocasión, simplemente habría ido al grano para irse rápido, justo ese día, estaba de buena disposición, le iban a pagar dos veces más de lo habitual y, preciso, había dado con un cachorro seductor que hace mucho no hacía borradores.
Así que el tiempo comenzó poco a poco a derretirse sobre la noche. A hacer pegajosos los segundos, a empantanar las conciencias. Eran unos ríos que comenzaban a agitarse interminables y que ya salían a borbotones de la piel, como la dulcísima música que parecía sonar de las paredes. Si bien era una felicidad medida, calculada y paga con antelación, empezó a ser genuina, se contagiaba sin pausa entre los tragos, entre las caricias y la melaza de besos que, ciegos, empezaban a estrellarse como trenes y a hacer olvidar que en el fondo no se trataba de unas putas y unos clientes, sino de una deliciosa batalla con el cuerpo donde nadie es más que nadie. Y nadie sabe bien de dónde vienen las serpientes, pero ahí estaban Deivid y su acompañante enrollándose también entre las manos y el extraño goce sin que ninguno hubiera advertido su llegada.
Las luces eran cada vez más bajas y, los límites exactos de las figuras, menos claros. Era una masa en sombra, de calor y carne y belleza y derroche y vida que se unía, se hacía, se aniquilaba y volvía a inventarse, boca a boca, piel con piel; nadie pensó jamás en que todo eso era por Sebas, en dónde estaba él y su chica, dónde las manos dónde todo. 
El alcohol produjo la sensación como de una danza atemporal entre diez cuerpos luchando por separarse de la tierra, delicadamente pegados -y digo diez porque de alguna forma Sebas y su nena también habían llegado a formar parte. Eran aromas con uñas y gemidos, intimidades pequeñas y dichosas porque por una sola vez en su vida laboral, ella no se sentía como el ser más sucio de la tierra, maldita sea, sólo para que su hermana no pasara ninguna clase de necesidad, porque era esa la promesa que se había atado al alma desde el día que juntas, vieron por primera vez a su padre llorar, en la mitad de la ruina hace siete años.
Pero hubo un olor que no debió estar allí, que no debió nacer. Una mano que nunca debió pertenecer a ese cuerpo sólo porque vaya uno a saber qué divinidad irresponsable la separó del que debía ser el suyo, y no fue. Esa mano supo caminar a través de la penumbra sin perderse, sin detenerse porque más vale hablar de la fatalidad que de la estúpida doctrina sobre las casualidades. Esa mano no debió estar ahí, en la felicidad amorfa de diez cuerpos jugando al deseo si es que la justicia aplica también para los ángeles. Esa mano no se detuvo en ningún muslo, en ningún pezón, en ninguna sobre-sentida sensación. Esa mano era inocente porque el juego de la libertad no vale la pena cuando el ajedrez es el destino. Fue, la misma mano que en la terrible noche pescó lágrimas en la cara de Martina. Y fueron, entonces, las mismas dos manos que se habían encontrado hace siete años bajo una cobija buscando consuelo entre sí, ahora confundidas, ahora mirándose, ahora, bajo una sombra ebria tratando de morir… (MUTE) y en el centro del silencio secretamente hecho por dos criaturas ahora de 17 años de edad, de los sonidos que se ven y no se oyen y que angustian, aquellas dos caras llovidas, se preguntaron: “y tú, qué haces aquí.”
Pero eso nadie lo supo, nadie.