Crónica
de otro día en el Festival de cine colombiano 2016
3.30.2016
Mi
primer día había sido bastante positivo, de modo que tendría que ser aún más
cuidadoso con mi hoja de ruta fílmica esta vez. Además era el último día del
festival.
La
primera película del día tenía sello de garantía propio pues se trataba de esa
escuela viva de actuación llamada Vicky Hernández en “La Ciénaga, entre el mar
y la tierra” dirigida por Carlos del Castillo. Mencionar también
de paso que esa proyección no aparecía dentro del catálogo oficial porque se trataba de una función extra debido a la alta demanda que tuvo el
largometraje días atrás.
Ver
al escritor de la historia al final de la proyección fue impactante porque ciertamente no
resultó fácil entender que ese Manolo Cruz había sido el mismo quien interpretó
a Alberto, personaje central del film. El uno de peso y talla ‘normales’
digamos, el otro excesivamente delgado y huesudo, aunque de hálito vital a flor
de piel todo el tiempo. Claro, más por cuenta del amor a su Giselle que por
cualquier otra cosa creo yo.
La
situación de encarnar un personaje en las condiciones de Alberto, quien padece
de una distonía avanzada, garantiza de entrada una conexión dramática con el
espectador en tanto que es de antemano un personaje explícito, gráfico. Sin
embargo, la virtud estriba en el balance que el director hace de esa difícil
condición humana. Logra que fluyan en él, con una naturalidad casi documental,
sentimientos apenas imaginables en una persona de tantas limitaciones. Alberto
y Giselle se amaron, y con respecto de eso no cabe ninguna duda; siendo él una
persona limitada físicamente y ella una mujer hermosa, 'normal'.
Rosa,
el otro personaje central de “La Ciénaga”. El actor arquetipo, lo que se debe
saber: la gran Vicky Hernández. Nuevamente dejándolo todo, literalmente; la
devoción a la caracterización total: una madre cuya vida es su hijo. El pintor
de la ciénaga, “el torcido”, Alberto el artista, el pintor de la rosa azul.
El
trasegar de Rosa en la película, su cotidianidad, nos es dada como un manojo de
emociones extremas que se silencian a veces en reflexiones profundas contra una
silueta cienagera de subidos azules, púrpuras y tonos rojizos.
Ella
y Alberto, pero sobre todo Alberto, pero sobre todo Rosa, pero sobre todo los
dos son de momento el ciclo de la vida misma y la llegada íntima al momento
final de la muerte. Es una tragedia casi en el sentido griego del término donde
el destino no puede ser otro, la celebración de la vida por medio del más
hermoso acto de piedad, el amor y la muerte en un solo movimiento: Alberto,
finalmente, es dado al mar. Su rosa azul lo entiende, lo ama y lo deja ir en
las aguas.
La
cámara nos deja sin Giselle en la parte final, cuyo papel fue sin duda
excepcional también, una bellísima joven, de ojos grandes y plenos, enamorada
de Alberto, incomprendida, brutalmente honesta y transparente.
El
discurso gráfico del final me produjo una impresión que luego modifiqué, me
pareció muy explícito. La opción del director fue un lenguaje visual de
primerísimos planos de los rostros de Rosa y Alberto, completamente expuestos y
quebrados en llanto, mil y un besos entre madre e hijo, roces, ceños; ojos anegados
en lágrimas y sudor. Caras llovidas, devastadas, incluidas las nuestras desde
luego. Un zoom out al final, iniciado en el mar y rumbo a los cielos, una
profunda reflexión sobre la vida, un silencio, un sentirnos así de pequeños.
Había
sido demasiado para empezar el día. Me sentía colmado de alguna manera así que
resolví pasar del resto de funciones, como respirando tranquilo hasta una de
las películas de la tarde.
Esta
vez mi decisión fue orientada un poco porque escuché en los pasillos que la
cinta ganadora había sido “El silencio del río”, dirigida por Carlos Tribiño
Mambi, otro nombre desconocido para mí. Se lo oí decir a unas personas, como a
viva voz, momentos antes de un selfy. Catálogo en mano, leí un poco la sinopsis
que me pareció todo un presagio inaugural. Era algo así como el descenso de un
niño a una especie de infierno metafórico sobre las aguas del río Cauca.
El
largometraje, efectivamente, en un tono que percibí sereno logra remover
conciencias. Revolcar mentes. Es un verso sobre la terrible realidad de nuestro
país por medio de un montón de hechos horribles que el río Cauca lleva, limpia,
calla, libera y descubre en sus cauces pero que el film no revela gráficamente
sino evoca en un despliegue intenso y poético.
Se
trata de la vida de un niño llamado Anselmo, nombre de connatural carácter, que
a fuerza de tener que empuñar un lápiz y un cuaderno, se ve obligado por nadie
más que por sí mismo, por su dureza, por su adultez temprana a llevarse al
cinto un machete, simplemente, porque había llegado la hora de crecer y de
abrir los ojos.
Anselmo
es enviado por su madre a llevar un encargo, sin saber que jamás regresaría
debido al hallazgo de un cuerpo en el río. En el camino, decide nadar un poco y
es ahí cuando lo halla. Anselmo lo seguirá río abajo, como quien desciende a
una aventura temerosa que lo hará ser consciente de esa patria que nos ha
tocado en suerte, de su realidad cruel, injusta y descarnada. Tanto así que el
muerto es también avistado por un grupo de niños que básicamente pescan al
muerto para atracarlo, como pirañas mordisqueando moneditas. Sí, es a eso que
juegan algunos de nuestros niños, allá, en Colombia.
Esa
noche, Anselmo toma del muerto su machete y, generoso, el director de la
película, como entre nieblas y sombras, nos dice que aquella niñez ha quedado
atrás, desde hoy y para siempre. A muchos les toca crecer de esa forma.
Es
una obra violenta pero más por su fuerza poética, visual, que por el mismo tema
en sí. Es una metáfora total que tiene lugar en las aguas de un río pero que viene
a mojar un poco la espuma de nuestras orillas.
En los residuos del
cauce, en el ciclo que debía cerrase, Anselmo sentencia el final, seguro,
devolviendo el cadáver al río luego de varias tribulaciones. A ese mismo río que
habrá de arrastrarlo sin fin a otros puertos, a otros neumáticos inflados, a
otras manitas sedientas de oro, a otros Anselmos que desgraciadamente el azar
no dejará de proveer. Gracias señor director.