viernes, 1 de abril de 2016

Crónica de otro día en el Festival de cine colombiano 2016


Crónica de otro día en el Festival de cine colombiano 2016
3.30.2016

Mi primer día había sido bastante positivo, de modo que tendría que ser aún más cuidadoso con mi hoja de ruta fílmica esta vez. Además era el último día del festival.

La primera película del día tenía sello de garantía propio pues se trataba de esa escuela viva de actuación llamada Vicky Hernández en “La Ciénaga, entre el mar y la tierra” dirigida por Carlos del Castillo. Mencionar también de paso que esa proyección no aparecía dentro del catálogo oficial porque se trataba de una función extra debido a la alta demanda que tuvo el largometraje días atrás.

Ver al escritor de la historia al final de la proyección fue impactante porque ciertamente no resultó fácil entender que ese Manolo Cruz había sido el mismo quien interpretó a Alberto, personaje central del film. El uno de peso y talla ‘normales’ digamos, el otro excesivamente delgado y huesudo, aunque de hálito vital a flor de piel todo el tiempo. Claro, más por cuenta del amor a su Giselle que por cualquier otra cosa creo yo.

La situación de encarnar un personaje en las condiciones de Alberto, quien padece de una distonía avanzada, garantiza de entrada una conexión dramática con el espectador en tanto que es de antemano un personaje explícito, gráfico. Sin embargo, la virtud estriba en el balance que el director hace de esa difícil condición humana. Logra que fluyan en él, con una naturalidad casi documental, sentimientos apenas imaginables en una persona de tantas limitaciones. Alberto y Giselle se amaron, y con respecto de eso no cabe ninguna duda; siendo él una persona limitada físicamente y ella una mujer hermosa, 'normal'.
Rosa, el otro personaje central de “La Ciénaga”. El actor arquetipo, lo que se debe saber: la gran Vicky Hernández. Nuevamente dejándolo todo, literalmente; la devoción a la caracterización total: una madre cuya vida es su hijo. El pintor de la ciénaga, “el torcido”, Alberto el artista, el pintor de la rosa azul.
El trasegar de Rosa en la película, su cotidianidad, nos es dada como un manojo de emociones extremas que se silencian a veces en reflexiones profundas contra una silueta cienagera de subidos azules, púrpuras y tonos rojizos.
Ella y Alberto, pero sobre todo Alberto, pero sobre todo Rosa, pero sobre todo los dos son de momento el ciclo de la vida misma y la llegada íntima al momento final de la muerte. Es una tragedia casi en el sentido griego del término donde el destino no puede ser otro, la celebración de la vida por medio del más hermoso acto de piedad, el amor y la muerte en un solo movimiento: Alberto, finalmente, es dado al mar. Su rosa azul lo entiende, lo ama y lo deja ir en las aguas.
La cámara nos deja sin Giselle en la parte final, cuyo papel fue sin duda excepcional también, una bellísima joven, de ojos grandes y plenos, enamorada de Alberto, incomprendida, brutalmente honesta y transparente.
El discurso gráfico del final me produjo una impresión que luego modifiqué, me pareció muy explícito. La opción del director fue un lenguaje visual de primerísimos planos de los rostros de Rosa y Alberto, completamente expuestos y quebrados en llanto, mil y un besos entre madre e hijo, roces, ceños; ojos anegados en lágrimas y sudor. Caras llovidas, devastadas, incluidas las nuestras desde luego. Un zoom out al final, iniciado en el mar y rumbo a los cielos, una profunda reflexión sobre la vida, un silencio, un sentirnos así de pequeños.  
Había sido demasiado para empezar el día. Me sentía colmado de alguna manera así que resolví pasar del resto de funciones, como respirando tranquilo hasta una de las películas de la tarde.
Esta vez mi decisión fue orientada un poco porque escuché en los pasillos que la cinta ganadora había sido “El silencio del río”, dirigida por Carlos Tribiño Mambi, otro nombre desconocido para mí. Se lo oí decir a unas personas, como a viva voz, momentos antes de un selfy. Catálogo en mano, leí un poco la sinopsis que me pareció todo un presagio inaugural. Era algo así como el descenso de un niño a una especie de infierno metafórico sobre las aguas del río Cauca.  
El largometraje, efectivamente, en un tono que percibí sereno logra remover conciencias. Revolcar mentes. Es un verso sobre la terrible realidad de nuestro país por medio de un montón de hechos horribles que el río Cauca lleva, limpia, calla, libera y descubre en sus cauces pero que el film no revela gráficamente sino evoca en un despliegue intenso y poético.
Se trata de la vida de un niño llamado Anselmo, nombre de connatural carácter, que a fuerza de tener que empuñar un lápiz y un cuaderno, se ve obligado por nadie más que por sí mismo, por su dureza, por su adultez temprana a llevarse al cinto un machete, simplemente, porque había llegado la hora de crecer y de abrir los ojos.
Anselmo es enviado por su madre a llevar un encargo, sin saber que jamás regresaría debido al hallazgo de un cuerpo en el río. En el camino, decide nadar un poco y es ahí cuando lo halla. Anselmo lo seguirá río abajo, como quien desciende a una aventura temerosa que lo hará ser consciente de esa patria que nos ha tocado en suerte, de su realidad cruel, injusta y descarnada. Tanto así que el muerto es también avistado por un grupo de niños que básicamente pescan al muerto para atracarlo, como pirañas mordisqueando moneditas. Sí, es a eso que juegan algunos de nuestros niños, allá, en Colombia.
Esa noche, Anselmo toma del muerto su machete y, generoso, el director de la película, como entre nieblas y sombras, nos dice que aquella niñez ha quedado atrás, desde hoy y para siempre. A muchos les toca crecer de esa forma.
Es una obra violenta pero más por su fuerza poética, visual, que por el mismo tema en sí. Es una metáfora total que tiene lugar en las aguas de un río pero que viene a mojar un poco la espuma de nuestras orillas.
En los residuos del cauce, en el ciclo que debía cerrase, Anselmo sentencia el final, seguro, devolviendo el cadáver al río luego de varias tribulaciones. A ese mismo río que habrá de arrastrarlo sin fin a otros puertos, a otros neumáticos inflados, a otras manitas sedientas de oro, a otros Anselmos que desgraciadamente el azar no dejará de proveer. Gracias señor director.
 

Crónica de un día en el Festival de cine colombiano 2016


Crónica de un día en el Festival de cine colombiano 2016 

3.28.2016

Estaba resuelto. "Festival de cine colombiano 2016", allá voy- ¿El plan? bueno, ninguno en particular, llegar al teatro y ver 'pelis', cualquiera, casi cualquiera, digo. Llegaría medio a ciegas, vería las programadas para el día y elegiría.

Noté de entrada un poco de informalidad, en el buen sentido aclaro, me parece en todo caso preferible de esa forma. Gente importante sentada y almorzando en las escaleras del teatro, instrucciones dadas directamente, en cualquier lado, qué se yo, voluntarios con cámaras y cámaras con voluntarios por doquier, todo muy práctico, versátil. Sillas por acá, por allá, carteles que iban y venían con cinta pegante en las puertas de las salas asignadas; en fin, todo andando en su orden.

A propósito, me llamó mucho la atención el diseño del logo oficial del festival este año. Fenomenal. Un sombrero vueltiao sobre un mapa de New York, visto desde arriba que tiene por centro un lente y una colilla de fotogramas a un lado. Juan Carvajal, Director y Fundador del festival, explicó que ese era el logo ganador de un concurso hecho a través de la página web del certamen. Así que toda la información sobre la programación del día, los horarios de las películas, biografía de los directores... se hallaba completamente disponible tanto en formato impreso como en línea. Bien.

Empecé a trazar mi itinerario fílmico del día. Hallé el documental "Aislados" y me pareció interesante como primera estación, pero había comenzado hace veinte minutos, iba tarde.

La siguiente opción vino del poster promocional de una película llamada "Detective Marañón", dirigida por Salomón Simhon, nombre completamente desconocido para mí y creo que para otros cuantos. El gráfico correspondía a una especie de collage de retratos con efecto medio retro medio de comic con un personaje sobresaliente en la parte de arriba, con pocos colores. Lucía muy bien para empezar el día. Le di un vistazo a la sinopsis y lo comprobé. Detective bien particular que investiga casos de corrupción... mientras leía, se me pasó por la mente el papel de Victor Mallarino en "La Estrategia del Caracol", su rol cínico en "Bluff" y, claro, lo bien que se pasa cada que uno ve "Perder es cuestión de método". Así que me emocioné, tomé la primera decisión y vi ir aquellos primeros 16 dólares del día.

Maíz pira, dulces baratos, gaseosas ¡no vendían café! mientras almorzaban, la gente importante discutía en las escaleras que aún no sabían dónde sería la premiación y que la comida estaba medio 'picantona'. Los voluntarios con cámaras iban y venían.

2:50pm. "Detective Marañón" a punto de empezar, sala pequeña. Sin 'peralte' suficiente. Cual buseta bogotana, las sillas tenían instaladas en la parte de arriba un forro publicitario. No se trataba sin embargo del prohibido fumar en todos los idiomas tan representativo de mis siestas políglotas andando por Bogotá, sino de Delta Air Lines, la generosa aerolínea, tan familiar entre colombianos, la de las 45 pulgadas lineales.

Luego de los primeros cinco minutos de la película supe que me encantaría, como una promesa. Todo acerca de Marañón, desde los detalles uno a uno, exhibidos en diversidad de planos, perfilando juiciosamente la personalidad del personaje central, con ese toque de naturalidad, desde el exterior del detective hacia su interior –luego lo corroboraría el director al final, verbalmente. Lujo de atributos, muy buen ritmo narrativo y Silvia de Dios perfecta, de dama fatal y peligrosa, elegantísima. Una película redonda, plena de índices, sin cabos sueltos; el día había empezado bien.

Al final de la película, el joven director dialogó un poco con el público y entre las cosas que dijo, reiteró que se trataba de su ópera prima, que el presupuesto había sido bastante modesto y que el rodaje se había hecho en 12 días, sí, en 12. Luego una de las conclusiones inmediatas fue, de hecho, la pregunta acerca de lo que sería capaz de hacer un tipo del talento de Salomón, con un poco mas de plata y tiempo. Si esa había sido su primera película, bajo las condiciones descritas, estábamos sin duda frente a una carrera bastante prometedora. Ojalá así sea, Colombia necesita mucha más sátira de ese nivel, más ácido de ese que a fuerza de no quemarnos del todo nos saca en cambio una sonrisa.

Así las cosas, venía siendo hora de planear mi segunda estación ¿A dónde irían a parar mis segundos 16 de la jornada?

5pm. Enfrentadas: "Uno al año no hace daño 2" Vs "Las últimas vacaciones". No había caso, no haber visto la primera parte me dejaba por fuera de la opción 1, la trama habría sido imposible de seguir. Al descarte de la primera opción le siguió el de la segunda porque la sinopsis no logró atraparme. Así que decidí pasar de turno. Mi espera sería larga, la siguiente parada sería "Siembra" de Ángela María Osorio ¿por qué? Bueno, por mi propensión a las realizaciones en blanco y negro. Soy como apto, como nativo de las texturas.

7pm. Vaya espera. Los voluntarios con cámara conversaban. Primeros 30 minutos de la película, idea clara: choque de identidades, el problema terrible del desarraigo en nuestro país por causa del desplazamiento forzado, esta vez en esa especie de sub-Cali que es Agua Blanca. Los personajes, uno, fuerte, hondo, sesudo, ceño fruncido gesto adusto, seriedad absoluta, de apodo "El Turko". Dos, su hijo "Yosner", en la contraparte del viejo, el "break-dancer aguablanquero", feliz, "dándole duro", callejeando en el parque, retando, "fristaliando", "yo a esa finca no vuelvo a lo bien". Muere joven Yosner, haciendo lo suyo, su padre lo vela eternamente a lo largo de toda la obra. Hasta el agotamiento gráfico, hasta el cansancio de las plañideras, todas las noches. Hasta todos y cada uno de los detalles del rancho/sala de velación que le improvisaron en el barrio.

Un film de cadencia lenta, de ritmo silencioso y pesado, de pupilas a medio abrir, de unos ojos hondos tratando de ver un mundo ajeno a través de otros ojos. Se pasa la vida de la película de la mitad más o menos hasta el final en una idea clara y agotada muy pronto, pues la reflexión estaba ya hecha. Lo demás fue una especie de derroche estético en escala de grises y formas y texturas y gritos de señoras llorando para dejar ir el alma de Yosner en paz. La belleza aparece, de pronto, como en la mitad de un silencio sumamente denso cuando El Turko regresa al campo y ve que hay otra persona viviendo en la finca, en una soledad casi inmisericorde: un anciano sin fuerzas que le recita un poema hermoso acerca de la ausencia de su amada hija. Sí, es eso lo que el realizador nos cuenta que halla, un poema, y es una belleza, simple.

Tercera parada. Klych López directo, "La siempreviva" sin lugar a dudas ¿por qué? por la familiaridad del nombre. Por la virgen de plástico llena de bombillitos de colores que hace varios años había visto en la oficina de ese sujeto. Por el respeto y la admiración que ese nombre despertaba en un entorno que me fue próximo años atrás: el canal de televisión local de mi ciudad natal. Por nada más en particular.

Problema, las entradas estaban agotadas. Ni modos, había que esperar. Era probable que alguien con boleto comprado no llegara. Una de las coordinadoras principales del evento, serena y de espejuelos a lo Tim Burton, geniales, me lo dijo. "Qué cámara tan severa, vé, yo prefiero el grano que el flash, mirá", se decía en los corredores cámara en mano...

Mierda, por qué no vendían café. Nada qué hacer, esperar de nuevo.

"Siga y a la salida me paga, tengo una silla disponible", dijo. Además, fui llevado de la mano.

Carriazo enorme, sátiro aunque jovial, ácido pero grácil, tan él. Provocando risotadas al unísono,,, pensé en ese gesto tan particular de quienes se ríen de una ironía: como si estuvieran diciendo que 'no' ligeramente con la cabeza y los ojos cerrados, como sonrientes y felices mientras entre dientes van diciendo "mucho hijueputa".

Personajes, sí, todos, personajes perfilados, de carácter real, de construcción seria, metódica. Andreita Gómez hablando como con toda la cara, antes de desaparecer, indignada diciéndonos que el problema en Colombia es bien simple, que el problema es básicamente estar negociando la paz cuando la paz es algo que no se negocia. Fue entonces cuando supe que se trataba de una realización distinta con relación a los filmes vistos hasta ahora. No sabía bien por qué hasta ese momento, pero lo fui concluyendo. La diferencia era que se trataba de una creatividad digamos notoriamente más explorada, hace tiempos sabida por el realizador. De ahí el balance entre los componentes estéticos de la película y sus propias construcciones de sentido sobre todo al tratarse de un tema tan delicado y sensible como la toma del palacio de justicia. De ahí el genial título de la película. De ahí el cambio de rumbo constante entre el humor negro y el drama mismo de los personajes cuando estos le cobran vida propia al guión. Entre Carriazo, Laura García y Andrés Parra no se sabe bien cuál es más dramático y conmovedor. Las transiciones, el color de las paredes, el estilo de época, en fin... T o d o b i e n.

En algún momento pensé que esa sería la película ganadora del festival, al día siguiente corroboraría mi yerro.

De tal forma, pronto estuve listo para empezar a pedalear de regreso a casa luego de ver ir mis últimos 16 de la jornada. Mientas pedaleaba, pensé que el balance de mi cinematográfico día había sido positivo. Mi favorita seguía siendo "Detective Marañón", claro, más por capricho personal que por criterios propiamente serios o formales. Todo el tiempo tuve la sensación de haber estado en Colombia, de haber vivido un poco allá, en mis esquinas, de donde yo verdaderamente soy, de donde son mis amigos, las montañas de mis sueños, mis cuitas. 

 

El abrazo de la serpiente (Disertaciones)

 
El abrazo de la serpiente (Disertaciones)

3.15.2016

El problema de El abrazo de la serpiente tiene que ver con la absoluta falta de piedad por parte del director para con el espectador. Ciro Guerra fue devastador. No le queda a uno un llamado, si quiera un grito. Lo que queda es un bramido poético, crudo y desgarrador, maravilloso y terrible.

Se trata de un ácido explícito, gráfico, derramado en nuestras conciencias de tristes humanos capaces de bestialidad y locura pero también capaces de insistir en una bendita caja de música; pero también aptos para el perdón.

Simplemente no puede ser que luego del desarreglo de los sentidos de todos, incluido yo, incluido Karamakate, se tenga la generosidad de decir que lo queda para dar, cuando se lo pregunten de vuelta al explorador extranjero, no sea más que una canción –"dales una canción". ¡Con tanto amor lo dice! ¡Con tanta devoción simbólica y fe!

Imaginé, no sé, como en una especie de concejo de redacción debatiendo el final de la historia, esa perla en color de la última parte, esa vida antes de la vida revelada por la Yakruba final. Puede uno sentir el difícil peso, digamos, narrativo-ético de la obligación de mostrar, de ilustrar algo del transe definitivo.

Pero ¿por qué? bien, porque el arte es abierto, ha de hacer ver, no importa de lo que se trate, siempre; porque el artista, esta vez, en la mitad también de un acto rudimentario y pleno de generosidad, como muchos otros de su sangre, ha resuelto hacernos partícipes de aquel silencio fílmico que le fue dado en suerte; de aquel acto poético.

En la mitad de la selva, en el taller de los dioses. Obstinado y paciente empotrando cámaras en chalupas y espantando zancudos. Bendecido por el sello de su pasión absurda. Pero bendecido más por esa esfera robada de las esferas hecha película, abandonada y tirada en el mundo sin más; claro, y bendecidos nosotros también.

 

Ulises ha arribado (Reflexiones)

12.12.2015

Hace un tiempo escribí algo relacionado con esa especie de pulsión que dicen sentir algunos artistas a la hora de hacer su trabajo. Esa energía que los lleva a hacer. Tanto los autodenominados como tal -hecho por lo demás casi cuestionable- como los otros, los silenciosos. Lo que traté entonces fue algo basado en el poema de Jorge Luis Borges titulado Arte poética que desde hace un tiempo anda conmigo; concretamente, sus penúltimas dos rimas consonantes:
"Cuentan que Ulises, harto de prodigios,
lloró de amor al divisar su Ítaca
verde y humilde. El arte es esa Ítaca
de verde eternidad, no de prodigios."
Recuerdo como primera sensación algo equiparable a un contagio amoroso. Sentimiento reforzado por la película documental de Tristán Bauer titulada "Borges. Los libros y la noche" que, por esos días, repetía. Las dos circunstancias, tanto la maravillosa película como el poema han sido desde entonces piedras angulares de todo cuanto haya podido reflexionar y sentir sobre la labor de cualquier 'hacedor'. Hondos silencios nada más.
Adicionaré algo a este respecto aunque sea brevemente. El film abarca varios momentos de la vida de Borges, desde su infancia hasta sus días finales. Uno de los puntos que llamó mi atención de manera particular fue justo el relacionado con la pulsión. Dice el mismo Borges haberla sentido desde muy niño. Expresa que supo desde siempre, su destino sería literario. Luego se muestra a un joven brillante y muy estudioso que, como casi todo el mundo, cuestionaba su lugar en la tierra, sólo que con la particularidad de que al hacerlo, como diría Sábato, lo hacía soñando un poco por todos. Al final, tenemos al Borges que se pierde en su biblioteca de Babel, arrojado y sepultado por el viento de su propia caída, al que acompañan únicamente un tenue amarillo y las ausencias del rojo y el negro.
Siempre, sin importar cuántas veces haya influido un estilo de época o un problema personal, aquella pulsión se mantuvo ahí, incólume. No obstante, el niño es tímido y a nadie se lo dice; no hay por qué. Este tipo de intimidades suponen algo de angustia pero la conciencia de lo inefable es sin duda aterradora. Como Sísifo, condenado a empujar una enorme roca, ciego, cuesta arriba sólo para que ésta vuelva a caer y él tenga que volver a empujarla una y otra vez, infinitamente, no se sabe bien por agravio a qué dios, el qué hacer poético supone asimismo cumbres. En todo caso una distancia, sin sospechar la brevedad del instante que al final terminará siendo ese raro fin, pleno de fuerza y silencio, irrefutable y eterno. Y es entonces cuando sucede, el poeta se sienta a limarse el olvido. Cualquiera sea la esencia que le haya sido dable acceder: no hay valles y es uno. Lo comentaron incluso quienes cavilaban frente a unas manos enormes, de bronce, que Rodin esculpió; no son dos manos –decían- es una.
Así y, aterrizando ahora en los versos antes citados, los prodigios aparecen relegados al nivel de lo irrisorio, a la categoría de lo supuesto, de lo relativo total, de lo que harta (de lo demasiado Dalí)... todo, para luego generar aquella realidad tan plena de luces: la resemantización de unas formas, de las formas Ítaca y Ulises a través de una metáfora cuyo propósito es que 'algo esté siendo' frente a nosotros: "El arte es esa Ítaca".
Ulises ha arribado. El trasegar de la obra como una especie de desesperación metafísica o de locura testimonial apenas dable, apenas cesante, supone entonces el violento sacrificio de tener que arrojarse a unos símbolos dispuestos por el azar. Entonces, parafraseando a Sábato, la sangre esculpe, la sangre pinta. La sangre escribe. El artista, sin poseer absolutamente nada más allá que el proceso en cuanto tal, termina así figurando una posible salvación del destino colectivo. Más allá de la confesión directa y del pudor que en alguien sensato esto habría de suponer, se refiere a la conciencia, casi penosa, de haber sobrevivido a tal barbarie simbólica del lenguaje y del tiempo. Se llora, sólo entonces, de amor. El gran arquetipo conserva tan sólo un aire de aquel Ulises ahora pretérito. Y nada más.